Morir en la Arena de Leonardo Padura y su Herida Cubana.

 




En Morir en la arena, Leonardo Padura ha escrito, sin proponérselo del todo —o tal vez sí, porque él sabe lo que hace—, una de esas novelas donde la familia es el país y el país es la familia, y ambas cosas se pudren juntas en un solar sin salida al mar. Aquí no hay detectives con guayabera ni intriga de whodunit: aquí lo que hay es un viejo llamado Rodolfo, un hombre que lleva a cuestas dos guerras, la de Angola y la doméstica, y que un día recibe la noticia de que su hermano, Geni “Caballo Loco”, vuelve de la cárcel para morir como mueren los perros viejos, en el mismo patio donde cometió el crimen fundacional de esta tragedia.

La Habana que Padura nos da no es postal turística, ni ron ni mulata ni Che en camiseta: es la Habana derruida y viscosa, la que se cuela por las costuras de los personajes y los deja manchados de salitre. Es, sobre todo, un decorado emocional. En apenas una semana —tiempo narrativo que es también un reloj de arena— se cruzan amores que no fueron, hijas que escapan, jóvenes que triunfan en un país que no triunfa, y la certeza de que todos, absolutamente todos, están pagando una cuenta que empezó a escribirse antes de que nacieran.

Padura, que siempre ha sabido narrar con olor, con calor y con sombra, aquí se da el gusto de escribir como si se quitara una chaqueta vieja para ponerse una camisa más pegada al cuerpo. La prosa es directa pero cargada de historia, como el ron sin hielo. Hay un fraseo lento, de sobremesa larga, que sabe combinar la tensión familiar con esa melancolía de país que envejece antes que sus ciudadanos.

Y lo que más duele, lo que más permanece, es ese retrato de los derrotados. No derrotados heroicos, sino de los que han sido despojados por el tiempo y por la Historia, sin épica ni épitafios. El hermano que mató al padre, el jubilado que mira la pared desconchada, la cuñada que fue amor y ya no puede serlo. Todos ellos son Cuba, y Cuba es todos ellos, en un círculo cerrado del que sólo se sale por la arena —y ya se sabe que en la arena, al final, se muere.

Morir en la arena no es una novela para pasar el rato; es para morderla despacio, como el mango pasado que aún guarda su dulzor en el borde de la lengua. Una novela que deja la boca llena de sal y la memoria llena de viejos rencores. Padura, aquí, escribe su propia carta de despedida, pero la escribe para que el lector entienda que no hay despedida posible: la familia, la isla, la culpa, siempre vuelven.La novela ofrece un poderoso reflejo de la Cuba del último medio siglo, enmarcando la historia personal de sus protagonistas como metáfora de una nación herida por la historia. El conflicto familiar transcurre “a ras de tierra”, en una atmósfera cargada de rabia, frustración, amor y segundas oportunidades. Leonardo Padura explora con honestidad y maestría los temas universales: el peso del pasado, el desgaste del tiempo, el dolor no resuelto y la esperanza que florece en los sitios más inesperados. Una lectura que combina tensión interna y contexto histórico para ofrecernos un retrato conmovedor de Cuba y su gente, a través de los fragores íntimos de una familia fracturada.




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