Malas, de Marcela Fuentes:En algún lugar entre el polvo del norte y la fiebre del sur
En algún lugar entre el polvo del norte y la fiebre del sur, donde la frontera es más mito que línea, más herida que división, Marcela Fuentes escribe una novela que es una cumbia dolida, una misa pagana y una crónica de las desposeídas. “Malas Malas” no se lee: se escucha, se huele, se baila con miedo.
Porque eso es lo primero que uno siente al abrir este libro: que hay una cadencia secreta, como esas canciones que ponen en las cantinas del desierto, donde las mujeres tienen los labios partidos de tanto callar o maldecir. En esa cuerda, como si mezclara a Nellie Campobello con Juan Rulfo y las hiciera pasar por el filtro de una Santa Muerte queer y rabiosa, Fuentes arma su desfile de mujeres que se saben malditas y lo prefieren así.
En esta novela hay mucho de Juárez, hay cuerpos en bolsas, hay diosas tatuadas que rezan en inglés mal hablado. Hay hambre, coca, abandono, un corazón que late como sirena de patrulla.
La prosa de Fuentes tiene algo del informe policial filtrado por una médium. Es seca pero alucinada. A ratos parece que estuviera dictada por las mismas voces que hablan en los altares de las santerías, entre el humo y los santos. Hay frases que golpean como una navaja escondida en el brassiere, otras que acarician como las uñas postizas de una travesti cansada al final de la noche.
Hay una indagación a través de una mirada que no se resigna, perdida en una pensión de Ciudad Juárez, comiendo chilaquiles con las chicas malas, intentando entender por qué nadie cuida a las que más lo necesitan.
Porque Malas Malas es, sobre todo, una elegía para quienes viven al margen del margen. Las “malas” de Fuentes son prostitutas, adictas, trans, madres migrantes, niñas que sueñan con tener una bicicleta rosa. Pero son, sobre todo, supervivientes. Y en este país —y en esta literatura— eso ya es mucho decir.
Una novela como un disparo al aire en una noche sin luna. Un rezo sucio. Una canción para bailar llorando.
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